Actualidad

25 de abril de 2025

Sobre anonimato, poder y redes sociales

En las últimas décadas, el espacio donde se configura la conversación pública ha cambiado radicalmente. Lo que antes ocurría cara a cara en plazas físicas, hoy sucede en entornos digitales que alteran por completo la dinámica del debate y la construcción de consenso.

El cambio más importante del siglo XXI es el fin del espacio público de la plaza. La política, el debate, la confrontación de ideas y la construcción de consenso se daban cara a cara, en espacios comunes y tangibles. Hoy, esa plaza se ha trasladado a las plataformas digitales. Los feeds han sustituido a los foros, y los tuits a las pancartas.

El sistema de recompensas que rige estas plataformas (likes, retuits, compartidos, comentarios…) nos empuja a producir contenido diseñado para provocar. El discurso público ya no se ordena por calidad argumentativa, sino por estímulo emocional. La cultura del zasca.

En este entorno, florecen las noticias falsas, los bulos, las campañas coordinadas de difamación y de odio. Y para colmo, algunos siguen creyendo que están «a salvo» bajo un supuesto anonimato. Pero ese anonimato, en realidad, no existe.

El anonimato en internet (spoiler: no existe)

Vivimos con la falsa sensación de que en internet podemos ser invisibles. Que podemos opinar, criticar, acosar, o amenazar sin dejar rastro. Este espejismo nace de una confusión entre anonimato y privacidad. La privacidad es un derecho fundamental. El anonimato en redes, en cambio, es más una falsa percepción.

En primer lugar, para registrarte en una red social necesitas un email, un número de teléfono, y aceptar unos términos y condiciones que autorizan a las plataformas a recolectar tus datos como direcciones IP, geolocalización, tu dispositivo, incluso tus interacciones y comportamiento emocional. A eso se le suman las cookies, rastreo de dispositivos y triangulación de datos entre servicios. En resumen: aunque uses un alias, se sabe perfectamente quién eres.

Un caso reciente lo demuestra con crudeza. En 2023, un joven fue detenido a bordo de un avión en pleno vuelo por haber hecho una broma con sus amigos en un grupo privado de Snapchat. El vuelo fue escoltado por un caza militar hasta su destino. No era una figura de interés, no hay denuncia previa, no hay orden judicial, no hay indicios de que pudiera cometer absolutamente nada. Pero las autoridades deciden acceder a estos mensajes privados, y en este caso, identificaron al emisor, ubicaron su dispositivo móvil y actuaron en tiempo real.

Captura de la noticia de detención de Adtiya Verma, el joven que hizo una broma en un chat privado.

¿La conclusión? El anonimato no existe. Lo que sí existe es una impunidad selectiva. Mientras algunos son localizados y detenidos por bromas de mal gusto, otros insultan, amenazan o difunden discursos de odio desde perfiles con nombre y apellidos… y no pasa absolutamente nada.

Las propuestas de «los pogresistas»

Algunos sectores progresistas, como puede ser Ramón Espinar, han propuesto el uso obligatorio del DNI para crear cuentas en redes sociales. Argumentan que permitiría frenar el odio en internet y acabar con la impunidad.

Esta idea parte de un error de base: la identificación ya existe. Ha quedado suficientemente claro que las plataformas ya pueden rastrear a cualquier usuario si quieren (o si se lo exigen). No es un problema técnico, es un problema de impunidad política y judicial. Hay permisividad ante ciertos discursos. Hay negligencia selectiva. Y hay decisiones políticas de no actuar, aunque se sepa perfectamente quién está detrás.

Pedir un DNI es una cortina de humo. De hecho, no solo no resuelve el problema, sino que lo agrava: abre la puerta a nuevos abusos, a una centralización aún mayor de nuestros datos personales y a un modelo donde cualquier expresión crítica pueda ser vigilada, archivada o castigada según quién esté al mando.

Entre el burócrata y el algoritmo

Otra idea promovida desde sectores de la izquierda institucional es la creación de una red social pública, a cargo del Estado o de la Unión Europea. Odón Elorza del PSOE y Pablo Iglesias de Podemos lo han planteado como alternativa ética a las redes privadas.

Pero aquí el problema es doble. Por un lado, no basta con cambiar la propiedad de la plataforma. Cambiar a Elon Musk por un burócrata vinculado al partido de turno no democratiza absolutamente nada si el control sigue siendo vertical. Lo único que obtenemos es que el algoritmo de una plataforma lo acaba decidiendo un ministro en lugar de un accionista. ¿Esto es lo que entendemos como público?

Por otro lado, estas plataformas compiten por atención, no por principios. Para que una red social estatal tuviera éxito, tendría que replicar las técnicas de adicción de las privadas: diseñar algoritmos a partir de los datos de los usuarios para manipularlos emocionalmente.

Entonces, con este marco de juego, tenemos dos opciones igual de malas:
1. Tirar el dinero en una red social que nadie usará.
2. Tirar el dinero en una red social que provoca adicción, pero con el logo del Gobierno de España.

Mastodon es la solución

Frente a estas absurdas propuestas, existe una red social que sí puede llamarse pública en el sentido profundo del término: Mastodon. Su diseño es descentralizado, federado y comunitario. No pertenece a nadie y pertenece a todos. Cada instancia establece sus normas y políticas, y los usuarios eligen en qué comunidad participar. No hay algoritmos que te manipulen. No hay anuncios. No se comercia con tus datos. Solo hay conversación y autonomía

Eso sí, tiene limitaciones claras: alcance reducido de usuarios, una pequeña curva de aprendizaje y por ahora poca penetración fuera de círculos tecnológicos.

Pero veamos un dato revelador: la única inversión pública a Mastodon fue de 18.000 euros de una subvención alemana. Solo eso ha bastado para crear una alternativa funcional, transparente y ética.

¿De verdad tiene sentido gastar millones en inventar una red pública desde cero, cuando ya existen herramientas como Mastodon que cumplen ese propósito sin vendernos a ningún partido ni a ningún directivo?

Abandonar twitter, el infantilismo de la izquierda

En los últimos meses, algunos sectores de la izquierda han optado por abandonar Twitter (hoy X) como forma de protesta contra el nuevo propietario o contra la degradación del debate en la plataforma. Esta intención, aunque pueda ser bienintencionada, es profundamente equivocada tanto desde el punto de vista estratégico como desde el punto de vista político.

Primero, es importante recordar que bajo el capitalismo no existe el consumo ético. Internet en sí mismo está intermediado por empresas privadas, desde el servicio de la fibra óptica hasta la infraestructura de los centros de datos. Instagram y Facebook, al igual que Twitter, pertenecen también a un oligarca. Los cables que transportan nuestros datos pertenecen también a multinacionales. Pensar que uno puede «salir» de esta dinámica renunciando a una red social concreta es un autoengaño.

Más importante aún: Twitter sigue siendo una de las principales plazas públicas de debate político. Es sucia, caótica, manipulable. Sí. Pero es donde se forma gran parte del relato público. Renunciar a participar en ella equivale a abandonar el campo de batalla ideológico y dejar que otros ocupen ese espacio sin oposición.

Las redes sociales son una pelea a codazos por dominar la opinión pública. No hay nada menos estratégico para un dirigente político que retirarse del debate abierto. Si abandonas, no solo pierdes voz: contribuyes a que el debate sea aún más superficial, más extremo y menos diverso.

Además, retirarse da la impresión de no estar dispuesto a discutir, a confrontar ideas, a escuchar perspectivas distintas. Y la política, en su sentido más noble, exige precisamente eso: salir de la burbuja, exponerse al desacuerdo, entender a quien piensa diferente.

La salida no es el repliegue. Es la disputa abierta, la pedagogía paciente y la construcción de relato en terreno hostil. Porque si no estás dispuesto a luchar en la plaza pública, ¿dónde piensas construir el cambio?

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